Dystopian World

16 abril, 2016

The Fever Code: Prólogo

¡Hola! Hace pocos días se publicaba el prólogo de The Fever Code, precuela de la popular trilogía de El Corredor del Laberinto de James Dashner. Y, como resulta obvio, en inglés. Pero no queremos que los seguidores de la trilogía se queden sin leer este gran avance del que será el libro que nos cuenta, con detalles, como fue la creación de las pruebas, el laberinto y como se seleccionaron a los sujetos.
Deciros que, a pesar de realizar esta traducción, no soy traductor ni filólogo, por lo que puede que tenga algún error o inexactitud, pero confío en que estos sean mínimos.
Y sin más dilación, ¡aquí tenéis el prólogo en español! :)
Prólogo
Newt

Nevó el día que asesinaron a los padres del chico.
Un accidente, dijeron mucho más tarde, pero él estuvo allí cuando sucedió y sabía que no había sido un accidente.
La nieve llegó antes que ellos, casi como un frío y blanco presagio, cayendo desde el cielo gris.
Él podía recordar cuan confuso fue. El calor sofocante había embrutecido su ciudad durante meses que se habían alargado hasta años, una línea infinita de días llenos de sudor, dolor y hambre. Él y su familia sobrevivieron. Las mañanas llenas de esperanza caían en tardes de búsqueda de alimento, de fuertes peleas y de ruidos terroríficos. Luego, tardes de entumecimiento por los largos y calurosos días. Él se sentaría con su familia y vería la luz desvanecerse del cielo y el mundo desaparecer ante sus ojos, preguntándose si reaparecería con el amanecer.
A veces los locos venían, indiferentes del día o de la noche. Pero su familia no hablaba de ellos. No su madre, no su padre; ciertamente tampoco él. Parecía como si admitir su existencia en voz alta pudiese hacerlos aparecer, como un conjuro llamando a los demonios. Solo Lizzy, dos años menor pero dos veces más valiente que él, tenía las agallas de hablar sobre los locos, como si fuera la única suficientemente inteligente para no encontrar sentido a esta superstición.
Y ella solo era una niña pequeña.
El chico sabía que él debería ser el valiente, quien consuele a su hermana pequeña. No te preocupes, Lizzy. El sótano está bien cerrado; las luces están apagadas. La mala gente ni siquiera sabrá que estamos aquí. Pero siempre se encontraba sin palabras. La abrazaría fuerte, oprimiéndola como a su propio oso de peluche por alivio. Y cada vez, ella le daría una palmada en la espalda. La quería tanto que le dolía el corazón. La estrujaría más firmemente, jurando en silencio que los locos nunca la harían daño, deseando sentir la palma de su mano golpeando entre sus omóplatos.
A menudo, se quedaban dormidos de esta manera, acurrucados en la esquina del sótano, encima de un viejo colchón que su padre había bajado por las escaleras. Su madre siempre les echa una manta, a pesar del calor. Este era su propio acto de rebeldía en contra de las Llamaradas que lo habían arruinado todo.
Esa mañana, se levantaron con una vista maravillosa.
-¡Niños!
Era la voz de su madre. Él había estado soñando, algo acerca de un partido de fútbol, el balón rodaba a través de la verde hierba del campo, dirigiéndose hacia un objetivo abierto en un estadio vacío.
-¡Niños! ¡Despertaros! ¡Venid a ver!
Abrió sus ojos, vio a su madre mirando a través de la pequeña ventana, la única en el sótano. Había quitado la tabla que papá había clavado la noche anterior, como hacía cada tarde con el atardecer. Una suave luz gris brillaba sobre la cara de su madre, revelando unos ojos llenos de brillante admiración. Y una sonrisa como no había visto durante mucho tiempo la hacía relucir incluso más brillante.
-¿Qué pasa? –masculló, poniéndose de pie. Lizzy se frotó los ojos, bostezó, luego le siguió donde su madre miraba hacía la luz del día.
Él podía recordar varias cosas sobre ese momento. Su padre todavía roncaba como una bestia mientras el chico tenía cuidado, echaba un vistazo mientras sus ojos se adecuaban. No había locos en la calle, y las nubes cubrían el cielo, una rareza estos días. Se congeló al ver los copos blancos. Caían desde la grisura, girando y bailando, desafiando la gravedad y alzando levemente el vuelo antes de volver a caer.
Nieve.
Nieve.
-¿Qué demonios? –masculló en voz baja, una frase que había aprendido de su padre.
-¿Cómo puede nevar, mami? –preguntó Lizzy, sus ojos agotados con sueño y llenos con una alegría que pinchó su corazón. Él se agachó y le hizo una coleta, esperando que ella supiera lo mucho que hacía que su miserable vida valiese la pena.
-Bueno, ya sabes, -contestó mamá- todas esas cosas que dice la gente. Todo el sistema climático mundial está destrozado, gracias a las Llamaradas. Vamos a solo disfrutarlo, ¿no? Es bastante extraordinario, ¿no creéis?
Lizzy respondió con un feliz suspiro.
Él miró, preguntándose si volvería a ver semejante cosa de nuevo. Los copos flotaban, finalmente aterrizando y derritiéndose tan pronto como alcanzaban la acera. Pecas secas salpicaban el cristal de la ventana.
Se quedaron de pie así, mirando el mundo exterior, hasta que las sombras cruzaron el espacio en lo más alto de la ventana. Se fueron tan pronto como habían aparecido. El chico estiró el cuello para intentar ver quién o qué había pasado, pero miró demasiado tarde. Unos segundos después, un pesado golpe martilleó la puerta principal de arriba. Su padre estaba de pie antes de que el sonido acabara, repentinamente despierto y alerta.
-¿Visteis a alguien? –preguntó papá, su voz un poco ronca.
La cara de mamá había perdido la alegría de momentos anteriores, reemplazada con arrugas más familiares de inquietud y preocupación.
-Solo una sombra. ¿Contestamos?
-No, –respondió papá- sin ninguna duda. Rezad para que se vayan, quienquiera que sea.
-Puede que tiren la puerta abajo, -susurró mamá –yo lo haría. Puede que piensen que está abandonado, a lo mejor por un poco de comida enlatada dejada atrás.
Papá la miró durante un largo tiempo, su mente trabajando mientras el silencio pasaba. Luego, boom, boom, boom. Las grietas en la puerta agitaron toda la casa, como si sus visitantes hubiesen traído un ariete con ellos.
-Quedaros aquí, -dijo papá- quédate aquí con los niños.
Mamá empezó a hablar pero se detuvo, mirando a su hija y a su hijo, sus obvias prioridades. Les abrazó, como si sus brazos pudieran protegerlos, y el chico dejó que el calor de su cuerpo lo calmara. La sujetó fuerte mientras papá subía silenciosamente las escaleras, el suelo de encima crujiendo cuando se movía hacía la puerta principal. Luego, silencio.
El aire se hizo pesado, presionando. Lizzy alcanzó y cogió la mano de su hermano. Finalmente, él había encontrado palabras tranquilizadoras y se las dijo.
-No te preocupes, -susurró, vagamente más que una exhalación- es probable que solo sean algunas personas hambrientas. Papá compartirá un poco, y luego continuarán su camino. Ya verás. –Apretó sus dedos con todo el amor que conocía, sin creerse ni una sola palabra que había dicho.
Luego vino el torrente de ruidos.
La puerta se abrió bruscamente.
Fuertes, enfadas voces.
Un choque, luego un golpe que hizo retumbar las tablas del suelo.
Pesadas, terribles pisadas.
Y luego los extraños estaban bajando por las escaleras. Dos hombres, tres, una mujer; cuatro personas en total. Las llegas llevaban puesta mucha ropa para estos tiempos, y no parecían ni amables ni amenazadores.
-Habéis ignorado cada uno de los mensajes que hemos enviado, -dijo uno de los hombres mientras examinaba la habitación.- Lo siento, necesitamos a la chica. Elizabeth. Lo siento mucho, pero no tenemos elección.
Y así de simple, el mundo del chico acabó. Un mundo lleno de más cosas tristes de las que un niño podría contar. Los extraños se acercaron, cortando el tenso aire. Alcanzaron a Lizzy, la agarraron por la camiseta, empujaron a mamá; frenética, salvaje, gritando, que agarró a su pequeña. El chico corrió, golpeó la espalda del hombre. Inútil. Un mosquito atacando a un elefante.
La mirada en la cara de Lizzy durante la repentina locura. Algo frío y duro se destrozó en el interior del pecho del chico, las piezas cayendo con bordes afilados, desgarrándole. Era insoportable. Dejó escapar un enorme chillido y se abalanzó más duramente contra los intrusos, balanceándose salvajemente.
-¡Suficiente! –gritó la mujer. Una mano lanzada al aire, abofeteó al chico en la cara, una picadura de serpiente. Alguien lanzó un puñetazo a su madre directo a la cabeza. Ella se desplomó. Y luego un sonido como el trueno, cerca y en todo partes a la vez. Sus oídos pitaron con un ensordecedor zumbido. Se calló contra la pared y se aterrorizó.
Uno de los hombres, disparo en la pierna.
Su padre de pie en el umbral de la puerta, empuñando una pistola.
Su madre chillaba mientras se revolvía en el suelo, alcanzando a la mujer, quien había sacado su propia arma.
Papá disparó dos veces más. Un sonido de metal y el crujido de la bala golpeando el hormigón. Fallan, ambas.
Mamá tirando del hombre de la mujer.
Luego la mujer la golpea con el hombro, dispara, se gira, dispara tres veces más. En el caos, el aire se espesó, el sonido se va, el tiempo un concepto extranjero. El chico contempla, el vacío abriéndose debajo suyo, como sus padres caen. Pasa un largo rato sin que nadie se mueva, sobre todo mamá y papá. Nunca más se moverían.
Todos los ojos se centran en los dos chicos huérfanos.
-¡Agarrad a ambos, joder! –dijo finalmente uno de los hombres.- Pueden usar al otro como sujeto de control.
La manera en la que el hombre le apunta, tan a la ligera, como finalmente decidiéndose al azar por una lata de sopa en la despensa. Él nunca lo olvidaría. Luchó por Lizzy, la tomó en sus brazos. Y los extraños los separaron.

Agradecimientos a Nocturna Ediciones,
quienes nos han permitido traducir este fragmento.

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